Una vez realizada la presentación toca dejarse de prolegómenos ponerse manos a la obra. Entre los temas que prometí tratar se hallaba el séptimo arte, una de mis mayores pasiones.
Acostumbro a acudir al cine entre una y cuatro veces al mes aprovechando cualquier ocasión e intentando no ausentarme a los estrenos más anhelados. Esta semana, con la calma que trae el cese de la tempestad que suponen los exámenes en la vida de todo estudiante que se precie, no he fallado a mi habitual cita y le he podido hincar el diente al último trabajo del último clásico vivo, Clint Eastwood.
Su anterior película, "Hereafter" (misteriosamente traducida como "Más allá de la vida"), había supuesto una rareza en su excelsa filmografía. Duramente atacada por cierto sector de la crítica y completamente ignorada en todas las entregas de premios, respondía a un capricho personal de un viejo maestro curtido en mil batallas que ya no tiene que rendir cuentas a nadie. Sus verdaderos admiradores supieron reconocer que bajo esta nueva piel se escondía el mismo Clint de siempre (y su misma sabiduría) y admitieron su absoluta coherencia con el resto de su obra.
Un año después (parece que Eastwood, al igual que el también ya clásico Allen, ha alcanzado el ritmo de cinta por año), "J. Edgar" se antojaba como un retorno a la ortodoxía y a los lugares comunes de su filmografía: los trapos sucios de la sociedad americana. Pero, si bien en obras maestras como "Mystic River", "Million Dollar Baby", "Gran Torino" o "Poder absoluto" ponía el acento en cómo resuelven sus conflictos los propios ciudadanos de forma independiente, aquí se encargaba de analizar los medios que utiliza el estado.
El cineasta, que cumplirá 82 años en unos meses, demuestra que sigue en plena forma regalándonos (una vez más) otra joya. Se trata de un biopic denso, complejo, valiente, arriesgado y comprometido, con una audaz voz narrativa: es Hoover el que relata parte de la historia a su biógrafo (con todo lo que ello implica).
Eastwood consigue retratar a un J. Edgar lleno de miedos e inseguridades, de carácter obsesivo (por momentos se diría que DiCaprio, espléndido por cierto, continúa interpretando al trastornado Howard Hughes en "El aviador"), sexualidad reprimida y moralidad maquiavélica, capaz de todo con tal de lograr sus fines, pero también consigue dotarle de humanidad y cierta ternura al personaje. No juzga ni justifica. Ahí sigue la ambigüedad marca de la casa, los constantes claroscuros de su obra, los infinitos matices del gris.
En muchos aspectos, la película se desvela como el perfecto negativo de "Enemigos públicos" (2009). Ambas se centran en figuras históricas de los Estados Unidos, personajes ambiguos, con sus virtudes y con sus defectos, ni héroes ni villanos: su enfrentamiento forjaría el futuro de su país.
Mientras que la cinta de Michael Mann se centraba en Dillinger, paradigma de libertad y justiciero del pueblo (un Robin Hood de los América de la crisis del 29, vaya), Hoover aboga por la seguridad del estado ante todo, combatiendo todo tipo de pensamiento que se desvíe de lo establecido, al que tilda de "radical" y en el que ve una constante amenaza para su amada patria. Este oposición también tiene su eco en la forma: el clasicismo y la sobriedad de Eastwood para reflejar a su metodológico y meticuloso personaje es diametralmente opuesto a las endiablada modernidad que desprende el estilo del director de "Heat", cuya película fue rodada digitalmente, para captar el romántico y libérrimo espíritu del mítico atracador de bancos. Sería muy recomendable hacer una doble sesión con ellas, ambas rabiosamente actuales, hijas de su tiempo, de una época marcada por el 11-S y el 15-M.
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